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PLATÓN HABLA AL HOMBRE MODERNO (Por Max Eastman)

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Hace más de veinticinco siglos, el gran filósofo griego
formuló ideas que todavía conservan todo su valor.

Cuando se menciona a Platón, muchas personas asumen una expresión entre solemne y piadosa, como si se hablara de un santo. Pero el gran filósofo griego no fue un santo, sino un soldado valeroso, un atleta que ganó trofeos en los estadios, un fino poeta, un entendido en caballos de carreras y un gran aficionado al teatro cómico popular. Vivió hasta los 81 años y la muerte lo sorprendió en un banquete de bodas, lleno de gusto por la vida y de amena conversación hasta el último suspiro.

Es preciso recordar esto si se quiere llegar a un juicio exacto de la aplicación que sus enseñanzas tienen en nuestra época, y además pensar que ésta tiene muchas semejanzas con las de Platón. Floreció éste en Atenas durante la primera mitad del siglo IV antes de Jesucristo, cuando la humanidad estaba cansada de guerras, desilusionada de revoluciones, sentía escepticismo por las antiguas formas de fe y buscaba con ansia una clave al verdadero sentido de la vida. Se propuso encontrarla para sus contemporáneos y se entregó a la tarea con la misma sinceridad que los profetas hebreos, aunque no podía apoyar sus afirmaciones en la autoridad divina. Los dioses helénicos eran seres bellos y encantadores, pero bastante egoístas y pendencieros, y jamás soñaron en dictar Decálogo alguno. El pensamiento de Platón había madurado tanto que ya no creía en ellos y hasta se orientaba por la ruta de la creencia en un Dios único. Con todo, no consideraba que el ente así concebido tuviera autoridad sobre el comportamiento humano, así que hubo de buscar en este mundo tanto las normas morales como las razones que movieran a los hombres a respetarlas.

No habría logrado su finalidad de no haber conocido a Sócrates, el profeta de la lógica, el precursor del recto razonamiento. Tenía Platón veinte años y comenzaba a gozar ya de prestigio como poeta, cuando se encontró con Sócrates, y este hombre, de una fealdad tan singular como sus dotes de simpatía, que era un aguijón para la sociedad con su prédica en favor del imperio de la razón, absorbió su vida entera. Después de haber mantenido con él unas cuantas conversaciones sobre la importancia de pensar en el verdadero valor de las cosas y comprender con claridad el sentido de las palabras antes de usarlas, Platón volvió a su casa y destruyó todos los poemas que había escrito. Tal vez procedió con sabiduría, pues la musicalidad poética de su prosa es, según el poeta inglés Shelley, «la más intensa que se haya imaginado».

Platón acompañó a Sócrates como discípulo y como amigo hasta la muerte de éste. No era precisamente un alumno, pues a Sócrates no se le ocurrió jamás recibir dinero por enseñar la primacía de la razón, pero sí uno de los jóvenes que asistían con más regularidad a las reuniones, muy semejantes a nuestros seminarios de universidad, que se celebraban en un gimnasio, en el pórtico de un templo o en la casa de algún amigo, para discutir el significado de ciertas ideas fundamentales. La amistad de Sócrates representó tanto para Platón que llevó a aquel espiritualmente consigo toda su vida y conservó sus pensamientos casi íntegros en la forma de diálogos o conversaciones en que la figura de Sócrates desempeña el papel principal.

Sócrates había abordado el problema de lo que ha de entenderse por «virtud», y al hacerlo comenzó por preguntarse la razón de que un hombre debiera ser virtuoso. La conclusión a que llegó fue que la virtud no es otra cosa que una conducta adoptada por medio del conocimiento y de cuidadoso razonamiento. Para él, si el hombre que ha de elegir entre dos o más caminos sabe bien todo lo que ha de saberse sobre la elección, optará por el camino acertado. No hace falta creer esto para apreciar su importancia. Por primera vez esta enseñanza de Sócrates concedía a la mente humana la más alta autoridad en cuestiones morales y tal concepto constituyó por sí solo una revolución sin paralelo en la historia.

Platón hizo fructificar esa idea y afirmó que no sólo es lo mismo obrar razonablemente que obrar bien, sino que el hombre virtuoso es el que se guía por la razón. En su época no se había creado la sicología, así que Platón inventó una, tan sólida, dicho sea de paso, que ha conservado su influencia durante dos milenios. Sostenía que nuestra vida consciente se divide en tres partes: una sensual, con sus apetitos y pasiones; otra activa, que puede llamarse voluntad o «espíritu»; y la tercera pensante, que llamó «razón».

Puesto que la razón es lo que distingue al hombre del mono y demás animales, resulta evidente que ocupa el lugar superior entre esas tres partes y que su función es dirigir y gobernar a las otras. La función del «espíritu» es hacer cumplir los dictados de la razón. Los apetitos y las posesiones [sic] deben obedecer. Cuando cada parte desempeña el papel que le corresponde, el resultado es la virtud. Cuando se altera ese orden natural, el resultado es el vicio. En esta forma sencilla, Platón reafirmó en una época de cinismo el valor primordial de la conducta virtuosa.

Nosotros llamamos «inteligencia» a lo que Platón llamaba «razón», pues hemos comprendido que el conocimiento no se adquiere mediante el mero razonamiento abstracto y que es preciso examinar los hechos. Sin embargo, la idea fundamental de Platón, de que la esencia de la moralidad consiste en una vida completa y armoniosa bajo el gobierno de la inteligencia, no perderá jamás su vigencia.

En realidad, Platón conserva tal actualidad que al leerlo se tiene a veces la impresión de que va a entrar de un momento a otro en la habitación donde estamos. Habla de astronomía matemática y de física como si ya existieran esas ciencias en su tiempo. Explica los sueños y, empleando casi el mismo lenguaje de Freud, nos muestra cómo, al aflojar la razón su dominio durante el sueño, «la bestia salvaje que esconde nuestra naturaleza se despierta y se pone a marchar desnuda». Da enseñanzas sobre la división del trabajo y sus causas como un moderno profesor de economía política. Él fue quien inventó o propuso la distinción entre la enseñanza media y la superior, la necesidad de la especialización en la ciencia y la aplicación de los métodos científicos a las cuestiones sociales.

Por primera vez, hasta donde hay constancia, se ocupó en la sicología de la risa, de la acústica, de la limitación de los ingresos (sostenía que ninguna familia debía poseer más del cuádruple que cualquier otra) y hasta puede decirse que inventó las guarderías infantiles y la pedagogía progresista:

«Los ejercicios corporales no resultan nocivos aunque sean impuestos obligatoriamente —dijo— pero los conocimientos inculcados a la fuerza no arraigan en la mente. Por tanto, no se deben emplear medios compulsivos para enseñar, sino educar desde temprana edad por métodos entretenidos y agradables».

Además de la agudeza de visión y el sentido práctico que revelan estas ideas, Platón poseía una tendencia mística. Quería liberarse de las cosas movedizas y fugaces, de la existencia misma de esos problemas cambiantes a los que hallara desde mucho antes soluciones racionales. Quería que hubiese una religión y como ninguna le satisfacía entre las de su pueblo y su época, la inventó. Naturalmente, ésta surgió del fervor que le contagiara Sócrates por las relaciones lógicas entre las ideas. Declaró que esas ideas, que encontramos tan magníficas, constituyen verdaderas realidades, y que las cosas que vemos y tocamos no son más que sombras. Hasta llegó a sostener que debe amarse más la idea de la belleza que a una persona bella, y tal es el sentido exacto del denominado «amor platónico». Hemos de agregar que el propio Platón tenía suficiente cordura para censurar los extremos a que podía llevar su creencia en la realidad superior de las ideas. «Hasta los enamorados de las ideas —observó irónicamente— pueden sufrir una especie de locura».

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La República (libro)

Debemos tener esto presente cuando analizamos otra de sus famosas y desconcertantes teorías, que figura en su importante diálogo La República y se refiere a la forma acertada de organizar el Estado. Su fascinación por la lógica le hace pensar que, así como el hombre virtuoso se rige estrictamente por la inteligencia, el Estado virtuoso debe ser regido no menos estrictamente por una minoría inteligente.

Propone clasificar a los ciudadanos de acuerdo con sus dotes y poner en manos de un núcleo seleccionado de hombres virtuosos la autoridad y la fuerza armada necesarias para mantener a aquéllos en su lugar. Estos superhombres virtuosos, verdaderos filósofos en todo el sentido de la palabra, a quienes llama «guardianes», no tendrían bienes privados ni afectos personales. Sus esposas e hijos así como sus bienes, serían comunes entre todos ellos; sus relaciones sexuales deberían ajustarse a intervalos fijos y a principios eugenésicos, tal cual se hace en la cría de animales finos; todos los niños nacidos en la misma temporada deberían llamar papá y mamá a todos los padres, y hermano y hermana a los demás niños. Para mayor seguridad, serían trasladados a escuelas del Estado inmediatamente de destetados y por tanto nadie podría saber cuál era su verdadero hijo.

Al propio tiempo, esta aristocracia o clase gobernante se mantendría en excelente estado físico merced a los ejercicios y una dieta especial, y en buena condición mental por medio del estudio constante de la lógica, las matemáticas y la metafísica.

Platón no propone este sistema para el Estado en su totalidad. Lo considera una forma de vida reservada a la casta superior, a fin de que en efecto tenga esa superioridad intelectual y moral. Nuestra reacción ante tal sistema será probablemente la de decir: «Si es necesario todo esto para lograr una verdadera aristocracia, sigamos con la democracia, por complicada que sea». Pero ya no vivimos en el amanecer de la lógica, y carecemos de la determinación con que Platón perseguía hasta el fin una idea; o tal vez se nos escape el irónico humor con que llegó a esa conclusión.

Tratando de poner en práctica sus teorías, se embarcó en una de las empresas más quiméricas de la historia. Tenía ya 60 años cuando se le pidió que enseñara a Dionisio el Joven, el nuevo tirano de Siracusa, a establecer allí la república ideal. Se consagró a la tarea con grandes esperanzas, pero desdichadamente con una preocupación excesiva por el detalle. Dispuso que la instrucción del rey-filósofo comenzara por la geometría, pues ésta le enseñaría el arte del recto raciocinio, sin el cual se pierde el tiempo al abordar los problemas de las reformas políticas, que son mucho más intrincados. Y así comenzó: no solamente Dionisio, sino toda la corte, tomó con entusiasmo la novedad y el palacio cobró pronto un aspecto polvoriento y sucio, debido a la arena que se desparramaba por los pisos de mármol para trazar en ella líneas y diagramas.

Dionisio simpatizaba con Platón y gustaba de todo lo que fuera movimiento y reforma, pero en cambio sentía fastidio por la geometría. Los adversarios de las ideas platónicas no tardaron en hallar otro filósofo capaz de demostrar que la tiranía era la mejor forma de gobierno, lo cual permitía prescindir de las difíciles matemáticas. Llegó por fin un momento en que Platón tuvo que huir por la noche del palacio y ocultarse en un barco que lo llevó a Atenas por una ruta de navegación poco frecuentada.

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La Academia de Platón
(Carl Johan Wahlbom, 1879)

Eso sí, de regreso en su patria no permaneció de brazos cruzados, pues ya había iniciado otra empresa, consistente en una escuela que fue la más famosa del mundo antiguo y, en realidad, de toda la historia. Se daban las clases en un gimnasio situado más o menos a un kilómetro y medio al noroeste de Atenas. La ciudad tenía tres de esos enormes establecimientos que eran mitad pabellones, mitad parques, cada uno con cancha de pelota, palestra de lucha, sala de masaje, baños de vapor y de agua caliente y fría, vestuarios y campo de atletismo. Además, poseía un jardín con senderos para que los maestros dieran las lecciones a sus discípulos o conversaran con ellos mientras paseaban, así como frescas galerías con bancos en glorietas para quienes preferían estudiar sentados.

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 La Academia de Atenas
(Rafael Sanzio, 1509-12)

El gimnasio que Platón escogió para sus clases se llamaba «Academia» por estar construido en el jardín de Academo y es probable que sus clases no se desarrollaran en forma mucho más estricta que aquellos diálogos con Sócrates en los que el propio Platón iniciara su aprendizaje de las ideas. No había que pagar derechos de enseñanza ni seguir un curso de estudios determinado y es muy posible que las lecciones resultaran muy divertidas. Parece en verdad dudoso que haya existido algo menos «académico» en materia de educación. el caso es que la escuela fundada por Platón le sobrevivió cerca de mil años, y dio a todos los idiomas europeos las palabras academia y académico.

Cierto es que en las enseñanzas de Platón falta algo esencial: la simpatía del ser humano hacia su semejante y hacia la sociedad en conjunto. A Platón no se le ocurrió nunca proponer esa norma, que trajeron al mundo occidental Jesucristo y los evangelistas al enseñar que el hombre virtuoso no es el que se guía por la razón sino por una pasión: el amor al prójimo.

Es innecesario subrayar la influencia decisiva que esta nueva doctrina tuvo en la humanidad. Es posible que también hubiera influido sobre Platón de haber llegado él a conocerla, y hasta creo que, después de varios años de meditación, habría declarado: «Tenéis tazón. Yo no supe apreciar el importante lugar que ocupa la simpatía, o lo que vosotros llamáis amor, en la vida virtuosa y en el carácter del hombre virtuoso. Pero no habéis hecho sino demostrarme que cultivar la simpatía es un acto inteligente. En cambio, no podéis demostrarme que la abnegación no puede llegar a convertirse en un vicio si se exagera, ni que la piedad, como cualquier otra pasión, no necesita ser mantenida dentro de los límites de la razón. En definitiva, sigue siendo la razón, la inteligencia, lo que gobierna al hombre».

Así podría haber probado Platón su derecho al sitio elevado y perdurable que ocupa en la filosofía occidental de la vida.

TOMADO DE: Selecciones del Reader’s Digest, Volumen XLII, Nº 252,  Noviembre de 1961. Pp. 66 – 71.

IMPORTANTE: Urania Scenia procura recuperar (de diversas fuentes) artículos de interés discursivo, afín a su temática y abiertos a la consideración de su audiencia; pero no se identifica necesariamente con el total de información y/o puntos de vista expresados en ellos por los autores firmantes. 

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«EL HOMBRE MÁS JUSTO Y MÁS SABIO» (Por Max Eastman, a propósito de Sócrates)

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La civilización occidental debe mucho a Sócrates,
el evangelista del razonamiento riguroso. 

Era un individuo de aspecto cómico, la cabeza calva, en cúpula como la de un ábside y la cara muy pequeña en comparación, la nariz rolliza y respingona, y unas barbas undosas que no parecían pertenecer a semejante animado rostro. Su fealdad era objeto de frecuente chacota entre sus amigos, y él mismo cooperaba en el regocijo zumbón. Era pobre y algo haragán. Cantero, o escultor de tres al cuarto, no trabajaba sino lo estrictamente preciso para sustentar a su mujer y sus tres hijos. Prefería charlar con la gente. Y por cuanto la esposa era una señora siempre descontenta, y su lengua el látigo de un carrero enfadado, el placer mayor del mundo para este hombre consistía en verse lejos de su casa.

Se levantaba antes del amanecer, tomaba de prisa un desayuno de pan mojado en vino, se ponía una túnica y sobre ella un manto de tela burda, y escapaba en busca de una tienda, un templo, la casa de un amigo, un baño público, acaso una esquina propicia y familiar…en suma, cualquier sitio en donde poder conversar y discutir. Y no le faltaba ocasión para hacerlo, pues su pueblo adoraba la controversia. La ciudad era Atenas, y el hombre Sócrates.

Sócrates no sólo tenía raro el semblante, sino las maneras y las ideas; y una magnética atracción en la bonachona tenacidad con que a éstas se aferraba. Cierta vez, uno de sus amigos preguntó al Oráculo de Delfos quién era el hombre más sabio de Atenas. Con asombro de todos, la sacerdotisa dio el nombre de aquel holgazán.

«El oráculo -comentó Sócrates- me ha escogido a mí como el más sabio de los atenienses porque soy el único que sabe que no sabe nada».

Esta actitud de maliciosa socarronería y equívoca humildad le daba tremendas ventajas en la polémica. Le hacía en realidad cargante. Aparentando que no sabía las respuestas, acosaba a sus interlocutores con preguntas, como fiscal en un juicio, y les llevaba a inesperadas y estupendas admisiones.

Sócrates fue el evangelista del razonamiento riguroso. Iba por las calles de Atenas predicando lógica, igual que Jesús iría cuatro siglos después por las villas de Palestina predicando amor. Y lo mismo que Jesús, sin haber escrito en su vida una palabra, ejerció en el pensamiento humano una influencia que millares de libros no habrían podido superar.

Abordaba sin titubeos al más eminente ciudadano, o a un gran orador, o a cualquiera, y le preguntaba si realmente sabía de lo que estaba hablando. Podía suceder que un famoso estadista hubiese acabado de pronunciar una patriótica peroración acerca del valor, de la gloria de morir por la patria; y era muy probable que Sócrates se acercara a él y le dijera:

– Perdón por mi entrometimiento, pero ¿me quieres explicar qué es lo que para ti significa la palabra valor?

– Valor es permanecer uno en su puesto a pesar del peligro -podía ser la concisa réplica.

– Pero ¿vamos a suponer que una buena estrategia exija que te retires?

– ¡Ah! eso es diferente. En tal caso, no debo permanecer allí.

– Entonces, el valor no consiste en permanecer uno en su puesto, ni tampoco en retirarse. ¿Cómo definirías tú el valor?

El orador arruga el entrecejo.

– Me has puesto en apuros. Temo, en efecto, no poder decir exactamente qué es el valor.

– Yo no lo sé tampoco, pero sospecho no pueda ser cosa distinta de saber uno valerse rectamente de su entendimiento: esto es, de hacer lo debido, cueste lo que cueste.

– Me parece que diste en el clavo- dice alguno. Sócrates prosigue:  -¿Convendremos (provisionalmente desde luego, porque esta es cuestión ardua) en que el valor es la obediencia al sereno juicio? Quizás valor sea presencia de ánimo. Y lo opuesto, en este caso ¿será presencia de la emoción, en grado tal que el ánimo desaparece porque el entendimiento se anonada?

Sócrates conocía la virtud del valor, por su propia personal experiencia, y a sus oyentes les constaba que él lo sabía, pues eran notorias, tanto su conducta fría y tesonera en la batalla de Delium, como su gran resistencia física. Proverbial era también su valor moral. Todos recordaban cómo había sido el único ciudadano capaz de desafiar la pública histeria, tras la derrota naval en las Arginusas, cuando se condenó a 10 generales a muerte por su fracaso en rescatar a los soldados que se ahogaban. Sostuvo él tenazmente que procesar o condenar a 10 hombres en grupo (fueran culpables o no) era una injusticia.

El diálogo arriba inserto es, por supuesto, imaginario en sus pormenores, pero ilustra los rasgos esenciales que hicieron que este hombre fascinante y persuasivo, con cara de batracio, cambiara el rumbo de la civilización. Su enseñanza fue que toda buena conducta se desarrolla bajo la guía del entendimiento; que todas las virtudes en el fondo, consisten en la primacía de la inteligencia sobre la emoción.

Nos lo podemos imaginar sugiriendo en sus coloquios que la temperancia es la ruta en que el piloto, la mente humana, tiene que ir timoneando entre la abstinencia y el exceso. El guardar un apropiado equilibrio entre el orgullo y la excesiva humildad (la más difícil de las habilidades acrobáticas) requiere evidentemente, ante todo, fuerte presencia de ánimo. Puede haber ocasiones en que uno deba ofrecer la otra mejilla si le dan una bofetada y ocasiones en que deba contraatacar (de ese modo argumentaba Sócrates) y sólo un hombre de sano juicio sabe cuándo hay que hacer lo uno o lo otro. El acto bueno, en fin, es el acto inteligente y lógico. Además de insistir en la importancia del pensar claro, Sócrates dio el primer gran paso para enseñar al hombre cómo hay que hacerlo. Concibió la idea de que cada opinante empezara por precisar los términos en que concebía el asunto o cuestión. Solía decir: «Antes de que comencemos a discutir, sepamos de qué estamos hablando». Esto se había dicho sin duda, anteriormente, en conversaciones privadas; pero Sócrates hizo de ello un precepto casi evangélico. A mi parecer, él creía que llegaría la era de la dicha humana, si el hombre aprendía en cada caso a definir claramente las premisas y deducir las legítimas consecuencias. No es cierto que, de obedecer a Sócrates, tamaño avance se consiga, mas sí es cierto que algunos espantosos desastres se pueden evitar. El comunismo, por ejemplo, no habría podido defraudar a tantos millones de incautos, si éstos hubieran primero sometido las mentiras de los bolcheviques y sus vociferaciones emocionales a la clara luz de los interrogatorios socráticos.

Durante las tres generaciones anteriores a Sócrates, los filósofos griegos habían estudiado la naturaleza terrenal y las estrellas, y dado origen al magnífico florecimiento intelectual que ahora llamamos ciencia. Sócrates enfocó la luz del método científico hacia el arte de vivir.

En sus días, el maravilloso mundo de las ciudades-estados griegas y su cultura se extendían por toda la cuenca del Mediterráneo, pasando por el Mar Negro hasta las costas de Rusia. La flota mercante de Grecia dominaba el comercio del Mediterráneo, y sus tropas, dirigidas por hijos eminentes de la gran ciudad comercial de Atenas, habían derrotado a los ejércitos persas. A la metrópoli ateniense afluían de todo el mundo artistas, poetas, científicos, filósofos, estudiantes y maestros. Hombre ricos de países tan distantes como Sicilia, enviaban a sus hijos a seguir a Sócrates en sus paseos y asistir a sus controversias peculiares. El viejo negábase a cobrar ninguna clase de honorarios.

Todas las escuelas filosóficas que brotaron en el mundo griego y romano se enorgullecían de sus fuentes socráticas. Platón fue discípulo de Sócrates, y Aristóteles discípulo de Platón. Y nosotros todavía nos nutrimos de la herencia socrática.

Las enseñanzas de Sócrates acaso no hubieran impresionado tanto a la humanidad si su promotor no hubiese muerto mártir de su idea. Parece extraño y absurdo que se condene a muerte a un hombre meramente por «su innovación de algunas definiciones generales». Y sin embargo, no podemos sorprendernos de ello, si consideramos el estrago que podía causar en las rancias creencias emocionales esa nueva técnica, seguida tesoneramente hasta sus últimas conclusiones. Dos cargos principales se formularon contra Sócrates: el de no creer en los dioses venerados por la ciudad; y el de ser «corruptor de la juventud».

No es fácil aclarar exactamente hoy qué era lo que los acusadores del filósofo significaban con esa segunda imputación, pero sí está comprobado que la gente joven le amaba y seguía. El reclamo de la idea nueva, la invitación a pensar por sí mismos, les empujaba hacia él; pero sus padres temían que estuviesen aprendiendo doctrinas subversivas. Ocurrió, además, que uno de sus discípulos, el arrebatado y mudable Alcibíades, se pasó al enemigo durante la guerra con Esparta. No fue culpa de Sócrates. Pero Atenas, en el escozor del descalabro, buscaba víctimas propiciatorias.

A Sócrates le procesó un jurado de 501 ciudadanos que le condenó a muerte por una mayoría de sólo 60 votos. Quizás muy pocos de los jurados esperaban que, efectivamente, la sentencia se cumpliera. Le quedaba al reo el recurso legal de apelar en demanda de pena más suave y exigir nueva votación al respecto. Si hubiera hecho su apelación humildemente, con lamentos e imploraciones, como era la costumbre en casos semejantes, más de 30 de los jurados habrían, sin duda, cambiado el sentido de su voto. Pero él se obstinó en mantenerse racionalmente ecuánime frente a la tragedia.

«Una de las cosas en que yo creo es en el imperio de la ley», dijo a los discípulos que acudieron a la cárcel para urgirle a la evasión. «El buen ciudadano, como os he predicado tantas veces, obedece las leyes de su ciudad. Las leyes de Atenas me han condenado a muerte, y la inferencia lógica es que, como buen ciudadano, yo debo morir».

La deducción se les hacía muy fuerte a los anhelosos amigos. ¿No era llevar demasiado lejos las inferencias de las definiciones generales? Pero el viejo se mantuvo firme.

Platón nos ha descrito en su diálogo Fedón la última noche de Sócrates en la tierra. El maestro pasó aquella noche como había pasado tantas otras,  discutiendo sobre filosofía con sus jóvenes amigos. El tema era: ¿existe otra vida después de la muerte? Sócrates inclinábase a la afirmativa, aunque presto a dejarse persuadir por cualquier opinión contraria, y escuchaba con mucha atención las objeciones de algunos de sus discípulos que discrepaban de su punto de vista. Hasta el fin, Sócrates conservó su serenidad y no dejó que la emoción influyera en su razonamiento. Aunque sabía que iba a morir dentro de unas horas, continuó discutiendo desapasionadamente y con toda lucidez sobre la inmortalidad del alma.

Al aproximarse la hora fatal, los discípulos se congregaron alrededor del maestro amado, y prepararon sus corazones para el horror de verle ingerir la cicuta. Sócrates había mandado por ella antes de que el sol traspusiera la cresta de las montañas occidentales. Cuando el sirviente encargado del cruel oficio trajo la copa, Sócrates le dijo en un tono tranquilo y práctico:

– Ahora, tú que estás al tanto de todos los detalles de este asunto, dime lo que tengo que hacer.

– Te bebes la cicuta, te levantas en seguida y das vueltas por la habitación hasta que sientas que las piernas se te entumecen. Entonces te acuestas y el torpor te invadirá hasta llegar al corazón.

Sócrates, deliberada y fríamente, procedió como se le había dicho, tan sólo deteniéndose en su paseo para reprobar a sus amigos por sollozar y llorar como si no estuviese él obrando en forma correcta y razonable. Cuando comenzaron a fallarle las piernas, se acostó. Después de un rato, quitándose el paño con que se había cubierto la cabeza, dijo: «Critón, le debo un gallo a esculapio. Cuídate de que se pague esta deuda». Estas fueron sus últimas palabras. Cerró los ojos, volvió a cubrirse con el paño, y cuando Critón le preguntó si tenía alguna otra cosa que mandarle, ya no hubo respuesta.

«Así llegó», dice Platón, que ha descrito aquella escena en palabras inmortales, «el fin de nuestro amigo, que entre todos los hombres que hemos conocido, fue el más bueno, el más justo, el más sabio».

TOMADO DE: Selecciones del Reader’s Digest, Volumen XXXVIII, Nº 225,  Agosto de 1959. Pp. 91 – 95.

IMPORTANTE: Urania Scenia procura recuperar (de diversas fuentes) artículos de interés discursivo, afín a su temática y abiertos a la consideración de su audiencia; pero no se identifica necesariamente con el total de información y/o puntos de vista expresados en ellos por los autores firmantes. 

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ESCUCHEMOS LA SABIDURÍA DE CONFUCIO (Por Max Eastman)

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Fue uno de los grandes maestros que ha tenido el mundo. Desde el pasado remoto, su palabra nos trae enseñanza para el presente.

Si le viésemos hoy en persona, su figura nos parecería un tanto cómica: nariz de anchas aletas acampanadas, ojos oblicuos, cabeza con una protuberancia en la parte superior, barba y bigotes que cuelgan de la cara como tres largos flecos, vestimenta que recuerda el quimono de los japoneses. Fue él, sin embargo, hombre de aventajada estatura, de complexión vigorosa, cazador infatigable, músico inspirado y, por sus dotes intelectuales, un genio. Aunque no se ha hecho en Occidente mayor aprecio de su grande y sutil sabiduría, ocupa puesto aparte en el mundo. Aparece en la historia como el único caso en que un hombre plasma el pensamiento y las costumbres de una nación.

Vivió Confucio en la China unos 500 años antes del nacimiento de Jesucristo. Sobresale entre los máximos maestros del arte de vivir, y fue, más que los otros, tan sólo un maestro. No pretendió ser santo ni profeta, ni poseer la clave de los secretos del universo. Aun cuando se ha dicho con frecuencia que sus enseñanzas influyeron en la religión de China, concedió escaso lugar a lo sobrenatural. Su empeño más ferviente era conseguir que el hombre obrara bien.

A él se debe un mágico precepto, una norma fundamental de conducta, una joya preciosa de nuestro propio Evangelio, pues toda su enseñanza la resumió así: «Lo que no deseamos que nos hagan, no lo hagamos a los demás».

A veces las enseñanzas de Confucio se acercan tanto a las del Evangelio, que han dado tema para un libro que establece las analogías y los contrastes que hay entre unas y otras. Guarda, por ejemplo, semejanza con el precepto cristiano que dice «No juzguéis a los demás, si queréis no ser juzgados», la advertencia de que, al juzgar a otros, nos sirva de medida «nuestro ser íntimo». Pues bien pudiera ocurrir que nos hallásemos culpables del mismo pecado que vemos en el prójimo. En contraste con la enseñanza cristiana está, sin embargo, la respuesta de Confucio a quienes le pedían parecer tocante a si debíamos devolver bien por mal. «Si al mal correspondemos con el bien: ¿cuál será nuestra manera de corresponder al bien? Correspondamos al mal con la justicia, y al bien con la bondad».

Mostró esde niño gran inclinación a toda clase de ritos y ceremonias. Aficionado a la música, aprendió a cantar y a tocar el laúd y la cítara. Era ya de edad madura cuando, deseoso de hacerse experto en todo lo relativo al ceremonial, dejó la pequeña provincia de Lu para trasladarse a la capital con el fin de estudiar a fondo «las reglas de la música y de la etiqueta».

Su desvelo por la estética influyó en su doctrina moral. No estableció entre los modales y la moralidad distinción tan precisa como la nuestra. Y acaso estuviese en lo cierto; pues, bien mirado, tal vez haya relación entre la descortesía (tenida por manifestación de personalidad en nuestras escuelas demasiado progresistas) y lo bajo del índice de moralidad entre los adolescentes de nuestro tiempo.

Confucio se ganaba la vida como maestro. No cobraba una suma fija; a los jóvenes carentes de recursos, pero dotados de grandes disposiciones, les enseñaba gratuitamente. Lo que ha llegado a nosotros de su doctrina lo debemos a la extensa compilación hecha por sus discípulos, que comprenden máximas sueltas y trozos de las conversaciones del maestro. Desgraciadamente, no forman, como en el caso de Jesucristo, un conjunto relacionado con la historia de su vida, y esto resta interés a la lectura. Les falta, por otra parte, la elocuencia que realza los evangelios. Confucio desconfiaba de la elocuencia. «Por lo que hace al lenguaje –decía– bastará con que exprese el concepto». Y supo confirmar la regla con los ejemplos, en prosa tan llana como las de estas sentencias: «Adondequiera vayas, ve de todo corazón». «La mayor falta es tener faltas y no tratar de enmendarlas». «No te creas tan grande que te parezcan los demás pequeños».

Su mente tendía lo científico. Al insistir en la flexibilidad de criterio; en que se remplazase el  dogma por la investigación de los hechos; en que no se llegase precipitadamente a conclusiones definitivas, se adelantó en más de 2000 años a su época. Fue el primero en formular la doctrina que bien podremos considerar norma fundamental de la ciencia: «Reconocer que no sabemos lo que ignoramos, es conocimiento». Con esto se precavía contra las tentaciones de la superstición y las de subordinar el pensamiento al deseo. Igual fin buscaba al insistir en la importancia de la sinceridad no tan sólo en el discurso, sino en el diálogo íntimo de la meditación. Para seguir lo que él llamaba «la senda de la verdad», debemos cuidar de no engañarnos a nosotros mismos.

No era ésta demasiado recta, o estrecha, ni insuperablemente dificultosa. «El camino de la verdad –decía él– es ancho y fácil de hallar. El único inconveniente estriba en que los hombres no lo buscan».

No ha de inferirse de esto que aconsejase la laxitud moral ni la indulgencia para con uno mismo. Era maestro tan estricto como exigente. Ante la lista de las cualidades a que sus discípulos debían aspirar, las siete virtudes cardinales parecen programa para estudiantes de bachillerato. Debían llegar a ser los discípulos de Confucio: «prontos en la apercepción, claros en el juicio, de gran vuelo mental, poseedores de conocimientos amplios que les capacitasen para ejercer autoridad, y suficientemente magnánimos para comportarse con clemencia». Se les pedía también que demostrasen «dignidad, seriedad, firmeza de propósito, lealtad, benevolencia y reverente atención a los asuntos».

Su doctrina deja en mí la impresión de que la idea básica es que hemos de tratar de progresar indefinidamente. Juzga Confucio que en todos nosotros alienta un impulso hacia lo alto, un deseo de superar, si no a los demás, cuando menos al ser que fuimos y al que somos.

De igual modo que lo haría Platón 200 años después, trazó los planes de una república ideal, que difiere grandemente de la reglamentada sociedad del griego. Nace la que imaginó Confucio del nostálgico anhelo de que los hombres vivan como miembros de una sola y bien avenida familia. Tal idea resultaba particularmente utópica al tratarse de China, nación en la cual había vínculos familiares más estrechos y exigentes que en ninguna otra; por lo cual pedirle a los chinos que tratasen a todos los hombres como a parientes era pretender demasiado. Aun sabiéndolo así, quiso Confucio ver al mundo encaminado hacia ese ideal. Y juzgó que la única manera de dar comienzo a ello sería confiar el desempeño de los principales empleos del Estado a hombres virtuosos y de buen consejo.

Lo mismo que Platón, aspiró ahincadamente toda su vida a que le confiasen cargos importantes en la administración pública, para lo cual acudió a los príncipes feudales. Aunque varios de sus discípulos fueron llamados a empleos de esta clase, no parece que él llegase a alcanzar categoría superior a la de un sabio maestro tenido en grande estima por los servidores del Estado.

Aunque pasó años viajando por China en unión con un reducido grupo de discípulos con la esperanza de hallar un potentado que le proporcionase ocasión de reformar a la gente, ciertas peculiaridades de su carácter eran, al parecer, contrarias a la consecución de lo que ambicionaba. Procedía con más franqueza de lo que conviene a un político. A cierto impetuoso príncipe que le pedía consejo acerca del modo de gobernar a los hombres, se limitó a decirle: «Empieza por aprender a gobernarte a ti mismo».

Añádase a esto que no creía mucho en la aristocracia de la sangre. Afirmación suya es que «por naturaleza todos los hombres son casi iguales». Aun cuando en esa época no se había inventado la democracia, sostuvo –acaso por vez primera en la historia– que la verdadera función del Gobierno es velar, no sólo por la prosperidad pública, sino también por la felicidad del pueblo.

Entero de ánimo pero viejo, cansado, y creyendo que su prédica había sido inútil, se restituyó Confucio al lugar de su nacimiento. Allí vivió unos pocos años dedicado a la enseñanza, y murió convencido de que era un fracasado.

Sus discípulos le lloraron como a un padre. Y puesto que en China era entonces de rigor que los hijos guardasen tres años de luto por su progenitor, emplearon tan largo tiempo en comunicarse unos a otros, para ir poniendo por escrito cuanto hubo de importante en las enseñanzas del maestro.

Estas compilaciones pasaron a ser la biblia de la nación china; más que la biblia, su tratado de urbanidad, la fuente de sus leyes, el conjunto de principios políticos por los cuales aspiraba a guiarse todo buen príncipe.

En el siglo III antes de Cristo, ciertos déspotas brutales proscribieron el confucianismo, quemaron sus textos y condenaron a muerte a sus adeptos. Pero esta persecución, antes que acabar con los seguidores de la filosofía de Confucio, multiplicó el número de ellos, tal así como el vendaval, en vez de apagarlas, aviva y propaga las llamas de un incendio. Del mismo modo creció el cristianismo bajo las persecuciones. Y también advino en China un emperador que adoptó el confucianismo y le dio la aprobación oficial.

Tantos libros se han escrito acerca de las enseñanzas de Confucio que no alcanzaría la vida de un hombre para leerlos. La sencillez, la pureza, la elevación del arte de vivir enseñado y practicado por el maestro, harán que su pensamiento resplandezca perpetuamente, pese a cuántos sean y cuánto hagan  los catequizadores comunistas empeñados en suplantar ética tan noble con la doctrina de la tiranía del Estado, con la norma de que el fin justifica los medios, por sanguinarios y perversos que éstos fueren.

TOMADO DE: Selecciones del Reader’s Digest, Volumen XLI, Nº 243, Febrero de 1961. Pp. 66 – 70.

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