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ESCUCHEMOS LA SABIDURÍA DE CONFUCIO (Por Max Eastman)

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Fue uno de los grandes maestros que ha tenido el mundo. Desde el pasado remoto, su palabra nos trae enseñanza para el presente.

Si le viésemos hoy en persona, su figura nos parecería un tanto cómica: nariz de anchas aletas acampanadas, ojos oblicuos, cabeza con una protuberancia en la parte superior, barba y bigotes que cuelgan de la cara como tres largos flecos, vestimenta que recuerda el quimono de los japoneses. Fue él, sin embargo, hombre de aventajada estatura, de complexión vigorosa, cazador infatigable, músico inspirado y, por sus dotes intelectuales, un genio. Aunque no se ha hecho en Occidente mayor aprecio de su grande y sutil sabiduría, ocupa puesto aparte en el mundo. Aparece en la historia como el único caso en que un hombre plasma el pensamiento y las costumbres de una nación.

Vivió Confucio en la China unos 500 años antes del nacimiento de Jesucristo. Sobresale entre los máximos maestros del arte de vivir, y fue, más que los otros, tan sólo un maestro. No pretendió ser santo ni profeta, ni poseer la clave de los secretos del universo. Aun cuando se ha dicho con frecuencia que sus enseñanzas influyeron en la religión de China, concedió escaso lugar a lo sobrenatural. Su empeño más ferviente era conseguir que el hombre obrara bien.

A él se debe un mágico precepto, una norma fundamental de conducta, una joya preciosa de nuestro propio Evangelio, pues toda su enseñanza la resumió así: «Lo que no deseamos que nos hagan, no lo hagamos a los demás».

A veces las enseñanzas de Confucio se acercan tanto a las del Evangelio, que han dado tema para un libro que establece las analogías y los contrastes que hay entre unas y otras. Guarda, por ejemplo, semejanza con el precepto cristiano que dice «No juzguéis a los demás, si queréis no ser juzgados», la advertencia de que, al juzgar a otros, nos sirva de medida «nuestro ser íntimo». Pues bien pudiera ocurrir que nos hallásemos culpables del mismo pecado que vemos en el prójimo. En contraste con la enseñanza cristiana está, sin embargo, la respuesta de Confucio a quienes le pedían parecer tocante a si debíamos devolver bien por mal. «Si al mal correspondemos con el bien: ¿cuál será nuestra manera de corresponder al bien? Correspondamos al mal con la justicia, y al bien con la bondad».

Mostró esde niño gran inclinación a toda clase de ritos y ceremonias. Aficionado a la música, aprendió a cantar y a tocar el laúd y la cítara. Era ya de edad madura cuando, deseoso de hacerse experto en todo lo relativo al ceremonial, dejó la pequeña provincia de Lu para trasladarse a la capital con el fin de estudiar a fondo «las reglas de la música y de la etiqueta».

Su desvelo por la estética influyó en su doctrina moral. No estableció entre los modales y la moralidad distinción tan precisa como la nuestra. Y acaso estuviese en lo cierto; pues, bien mirado, tal vez haya relación entre la descortesía (tenida por manifestación de personalidad en nuestras escuelas demasiado progresistas) y lo bajo del índice de moralidad entre los adolescentes de nuestro tiempo.

Confucio se ganaba la vida como maestro. No cobraba una suma fija; a los jóvenes carentes de recursos, pero dotados de grandes disposiciones, les enseñaba gratuitamente. Lo que ha llegado a nosotros de su doctrina lo debemos a la extensa compilación hecha por sus discípulos, que comprenden máximas sueltas y trozos de las conversaciones del maestro. Desgraciadamente, no forman, como en el caso de Jesucristo, un conjunto relacionado con la historia de su vida, y esto resta interés a la lectura. Les falta, por otra parte, la elocuencia que realza los evangelios. Confucio desconfiaba de la elocuencia. «Por lo que hace al lenguaje –decía– bastará con que exprese el concepto». Y supo confirmar la regla con los ejemplos, en prosa tan llana como las de estas sentencias: «Adondequiera vayas, ve de todo corazón». «La mayor falta es tener faltas y no tratar de enmendarlas». «No te creas tan grande que te parezcan los demás pequeños».

Su mente tendía lo científico. Al insistir en la flexibilidad de criterio; en que se remplazase el  dogma por la investigación de los hechos; en que no se llegase precipitadamente a conclusiones definitivas, se adelantó en más de 2000 años a su época. Fue el primero en formular la doctrina que bien podremos considerar norma fundamental de la ciencia: «Reconocer que no sabemos lo que ignoramos, es conocimiento». Con esto se precavía contra las tentaciones de la superstición y las de subordinar el pensamiento al deseo. Igual fin buscaba al insistir en la importancia de la sinceridad no tan sólo en el discurso, sino en el diálogo íntimo de la meditación. Para seguir lo que él llamaba «la senda de la verdad», debemos cuidar de no engañarnos a nosotros mismos.

No era ésta demasiado recta, o estrecha, ni insuperablemente dificultosa. «El camino de la verdad –decía él– es ancho y fácil de hallar. El único inconveniente estriba en que los hombres no lo buscan».

No ha de inferirse de esto que aconsejase la laxitud moral ni la indulgencia para con uno mismo. Era maestro tan estricto como exigente. Ante la lista de las cualidades a que sus discípulos debían aspirar, las siete virtudes cardinales parecen programa para estudiantes de bachillerato. Debían llegar a ser los discípulos de Confucio: «prontos en la apercepción, claros en el juicio, de gran vuelo mental, poseedores de conocimientos amplios que les capacitasen para ejercer autoridad, y suficientemente magnánimos para comportarse con clemencia». Se les pedía también que demostrasen «dignidad, seriedad, firmeza de propósito, lealtad, benevolencia y reverente atención a los asuntos».

Su doctrina deja en mí la impresión de que la idea básica es que hemos de tratar de progresar indefinidamente. Juzga Confucio que en todos nosotros alienta un impulso hacia lo alto, un deseo de superar, si no a los demás, cuando menos al ser que fuimos y al que somos.

De igual modo que lo haría Platón 200 años después, trazó los planes de una república ideal, que difiere grandemente de la reglamentada sociedad del griego. Nace la que imaginó Confucio del nostálgico anhelo de que los hombres vivan como miembros de una sola y bien avenida familia. Tal idea resultaba particularmente utópica al tratarse de China, nación en la cual había vínculos familiares más estrechos y exigentes que en ninguna otra; por lo cual pedirle a los chinos que tratasen a todos los hombres como a parientes era pretender demasiado. Aun sabiéndolo así, quiso Confucio ver al mundo encaminado hacia ese ideal. Y juzgó que la única manera de dar comienzo a ello sería confiar el desempeño de los principales empleos del Estado a hombres virtuosos y de buen consejo.

Lo mismo que Platón, aspiró ahincadamente toda su vida a que le confiasen cargos importantes en la administración pública, para lo cual acudió a los príncipes feudales. Aunque varios de sus discípulos fueron llamados a empleos de esta clase, no parece que él llegase a alcanzar categoría superior a la de un sabio maestro tenido en grande estima por los servidores del Estado.

Aunque pasó años viajando por China en unión con un reducido grupo de discípulos con la esperanza de hallar un potentado que le proporcionase ocasión de reformar a la gente, ciertas peculiaridades de su carácter eran, al parecer, contrarias a la consecución de lo que ambicionaba. Procedía con más franqueza de lo que conviene a un político. A cierto impetuoso príncipe que le pedía consejo acerca del modo de gobernar a los hombres, se limitó a decirle: «Empieza por aprender a gobernarte a ti mismo».

Añádase a esto que no creía mucho en la aristocracia de la sangre. Afirmación suya es que «por naturaleza todos los hombres son casi iguales». Aun cuando en esa época no se había inventado la democracia, sostuvo –acaso por vez primera en la historia– que la verdadera función del Gobierno es velar, no sólo por la prosperidad pública, sino también por la felicidad del pueblo.

Entero de ánimo pero viejo, cansado, y creyendo que su prédica había sido inútil, se restituyó Confucio al lugar de su nacimiento. Allí vivió unos pocos años dedicado a la enseñanza, y murió convencido de que era un fracasado.

Sus discípulos le lloraron como a un padre. Y puesto que en China era entonces de rigor que los hijos guardasen tres años de luto por su progenitor, emplearon tan largo tiempo en comunicarse unos a otros, para ir poniendo por escrito cuanto hubo de importante en las enseñanzas del maestro.

Estas compilaciones pasaron a ser la biblia de la nación china; más que la biblia, su tratado de urbanidad, la fuente de sus leyes, el conjunto de principios políticos por los cuales aspiraba a guiarse todo buen príncipe.

En el siglo III antes de Cristo, ciertos déspotas brutales proscribieron el confucianismo, quemaron sus textos y condenaron a muerte a sus adeptos. Pero esta persecución, antes que acabar con los seguidores de la filosofía de Confucio, multiplicó el número de ellos, tal así como el vendaval, en vez de apagarlas, aviva y propaga las llamas de un incendio. Del mismo modo creció el cristianismo bajo las persecuciones. Y también advino en China un emperador que adoptó el confucianismo y le dio la aprobación oficial.

Tantos libros se han escrito acerca de las enseñanzas de Confucio que no alcanzaría la vida de un hombre para leerlos. La sencillez, la pureza, la elevación del arte de vivir enseñado y practicado por el maestro, harán que su pensamiento resplandezca perpetuamente, pese a cuántos sean y cuánto hagan  los catequizadores comunistas empeñados en suplantar ética tan noble con la doctrina de la tiranía del Estado, con la norma de que el fin justifica los medios, por sanguinarios y perversos que éstos fueren.

TOMADO DE: Selecciones del Reader’s Digest, Volumen XLI, Nº 243, Febrero de 1961. Pp. 66 – 70.

IMPORTANTE: Urania Scenia procura recuperar (de diversas fuentes) artículos de interés discursivo, afín a su temática y abiertos a la consideración de su audiencia; pero no se identifica necesariamente con el total de información y/o puntos de vista expresados en ellos por los autores firmantes. 

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SI… (Por Rudyard Kipling)

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Si logras conservar intacta tu firmeza
cuando todos vacilan y tachan tu entereza,
si a pesar de esas dudas mantienes tus creencias
sin que te debiliten extrañas sugerencias;
si puedes esperar e inmune a la fatiga
y fiel a la verdad, reacio a la mentira,
el odio de los otros te deja indiferente,
sin creerte por ello muy sabio o muy valiente.

Si sueñas, sin por ello rendirte ante el ensueño,
si piensas, mas de tu pensamiento sigues dueño,
si triunfos o desastres no menguan tus ardores
y por igual los tratas como dos impostores;
si soportar oir la verdad deformada
y cual trampa de necios por malvados usada
o mirar hecho trizas de tu vida el ideal
y con gastados útiles recomenzar igual…

Si toda la victoria conquistada
te atreves arriesgar en una audaz jugada,
y aun perdiendo sin quejas ni tristeza,
con nuevos bríos reiniciar puedes tu empresa;
si entregado a la lucha con nervio y corazón
aun desfallecido persistes en la acción
y extraes energías, cansado y vacilante
de heroica voluntad que te ordena: ¡Adelante!

Si hasta el pueblo te acercas sin perder tu virtud
y con reyes alternas sin cambiar de actitud,
si no logran turbarte ni amigo ni enemigo,
pero en justa medida pueden contar contigo;
si alcanzas a llenar el minuto sereno
con sesenta segundos de un esfuerzo supremo,
lo que existe en el mundo en tus manos tendrás.
¡Y además, hijo mío, un hombre tú serás!

Rudyard Kipling (1865 – 1936)

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